domingo, 24 de julio de 2011

CARLOS LUIS MUSSÓ


(Guayaquil, Ecuador, 1970) Estudió letras en Guayaquil y Quito. Es autor de los poemarios El libro del sosiego (1997), Y el sol no es nombrado (2000), Propagación de la Noche (2000), Tiniebla de esplendor (2006), Las formas del círculo (2007), Minimal hysteria (2008), Evohé (2008), Geometría moral (2010) y Cuadernos de Indiana (2011).  Cinco veces premio nacional de literatura, en los géneros de poesía y novela. Coautor de Esquirla doble (2008), y corresponsable de Tempestad secreta, muestra de poesía ecuatoriana contemporánea (2010). Obtuvo una beca de creación (Almería, España). Se desempeña en el periodismo –como cronista y crítico–, y en la cátedra universitaria. 

AJEDREZ


64 escaques, un tablero. Tú de ébano ciego, yo de hueso-color. Te mueves en todas direcciones, pero tu abalorio recibe mi agujazo de hormigas. Los cuadros han medido tu silencio con un toque de incienso entre tus rodillas; y el peón adivina su salto diminuto sobre el tablero (PxT). Tus torres se desladrillan en la diagonal de su cruz cuando entro en tu mezquita de rodillas (PxA): aves de plumaje sin colores vuelan sobre el alfil mientras el caballo en celo revienta su casco de marfil en el coito de las laderas en ele, en forma de ele  (PxC). Poco falta para el sangrado del cielo aunque lucho y venzo en el enroque (0-0-0). Son míos el susurro de los espacios, ese jardín incauto, el surco obediente de la espalda. El empeine de tu pie, a solo un casillero de mi lengua ofidia (PxP4R). Culpas a la almohada de tus dolores –te ensañas con ella a mordiscos y lametones-. Pero no has caído en cuenta: somos ya un monstruo de doble espalda con fuegos de sal en el núcleo (P5D+).
Cojea nuestro aliento en este juego de reyes. Mi ariete embiste/ barrena las carnes/ incursiona en la memoria/ se duele en ti/ nos inunda pues tu saliva lo festeja y lo corona –peón por reina-. El surco está abierto para las tablas: nadie sabe de quién es la victoria (PxR++).  Nadie sabe de quién, el jaque mate.  

DE DÓNDE SON LOS CANTANTES
(Severo Sarduy/ 1937 - 1993)

En tus gestos, y como escrito sobre un cuerpo, hay un big-bang que estalla en miles de colibríes. Y en tus ojos, las luces del cocuyo reverberan hasta convertirse en variaciones del tema de un poeta antiguo, o sobre un son de aquellos que ya no cantamos más. Es como si recordáramos la letra de una vieja canción. Que de dónde son los cantantes/ que hay un nombre seguido de dos fechas encerradas en un paréntesis/ que sobre las baldosas escaqueladas de la cocina bailamos un minué y fumamos un cigarro recién enrollado después del amor.
Ya no veo las torres del Ingenio. Las voces de antiguas huestes persisten en pisar nuestros talones. Esas huestes que siguen ansiosas en convertirse en un remolino de jengibre; no en una espiral de colillas de cigarro y latas de cerveza amarga.
Es como si recordáramos la letra de una vieja canción. Que lágrimas negras/ que hay cifras más frías que un verso cojo/ que sobre las baldosas escaqueladas de la cocina jugamos una partida interminable de ajedrez.
Me acompañas al basural, e imitas con la figura a un desnudo de Modigliani. En tus gestos, y como escritas sobre un cuerpo, no están las torres del Ingenio. En su lugar, se halla Eiffel frente al espejo mientras erige una silueta de hierro que se recorta contra el cielo de azafrán. Y cantando De dónde son los cantantes, entre cocuyos cristalizados que se internan en el bosque ciego de tus ojos.  

REMEMORACIÓN
(Cfr. Historia de la eternidad)

Después de aquella noche (la de luna preñada, por más señas) en que pronunciamos al unísono el dolor y la herida en nuestros cuerpos, y en la que anegamos una terrible canción en ciénagas y resuellos (aferrados, ambos, con los dientes), me negaste siete veces.
Recordé los hielos escandinavos. Esperé a que los lobos engulleran al sol y a la luna y pisé fuertemente el puente de la nave que me llevaría lejos –muy lejos-; aquella nave construida con uñas de muertos y con pretensiones de trasatlántico o trirreme. Sentí la fuerza quebrada en mis rodillas, un humor vacío en el sexo y dos marcas color marrón (una en la nuez de Adán, otra en el hombro) que me estrangulaban. Pisé fuertemente sobre el puente de la nave, la que sería un abismo dispuesto a abrirme su secreto. Y viajé en aquella nave. Aquella nave pesada como tierra curada con uranio. Aquella nave construida con mis propias uñas.

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