A Juan Ramírez Ruiz,
José Watanabe, que
siempre están.
Amo el invierno
Y no renunciaré jamás a la belleza de incendiar
Los árboles de un bosque en el otoño
(Armando Arteaga)
Carlos Rojas González
Apenas consigo instalarme en internet se me ocurre abrir las páginas de mis amigos, debe ser una especie de curiosidad malsana, como decía mi madre, para ver en qué se encuentran, qué ha sido de sus vidas, acaso han conseguido lo que hace algunos años nos proponíamos. En ese intervalo que marca la espera de descarga de información me los imagino en un ahora, pero un ahora de entonces con el pelo largo, haciendo planes de lo que se pensaba hacer, por ejemplo en 1970, cuando sin conocer a nadie me instalé a tomar una cerveza Pilsen en el café del hotel La Colmena y en esas conversaciones iniciales que se tienen con el mesero le pregunté lo más que pude sobre Lima y él me mostró amablemente algunos sitios donde un joven turista podía ir a tomarse unas copas de vino, cervezas, a comer los famosos anticuchos que tanto me los habían publicitado, no te olvides de ir a comer los anticuchos me dijo mi madre antes de partir que tu padre me ha hablado mucho de ellos, yo asentía para no contradecirle pero por mi mente no se dibujaba la idea, el mismo sonido de la palabra me remitía a algo antiguo pero no me quedaba otra cosa que aceptar moviendo la cabeza. Volviendo a la conversación con el salonero quien quedó agradecido con la propina y se puso a mis servicios, luego de la breve charla terminé lo que estaba comiendo, era carne de res me acuerdo, aprovechando sus consejos porque al día siguiente empezaba la veda: quince días de carne y quince no, y me retiré a la habitación cansado, el viaje en carro era casi de dos días, me dejé caer en la cama grande de una habitación antigua pero cómoda que me recordó la casa de familia de mis primeros años. Dejé que el sueño se apoderara de mí escuchando en ese duermevela el tránsito, el agradable sonido del tránsito que cruzaba por la avenida Nicolás de Piérola. Supe que estaba en Lima y me arrulló el cansancio.
A las siete de la noche bajé a cenar y en un rincón del café divisé a unos jóvenes que discutían ardorosamente y apuntalaban sus aseveraciones en los libros que circulaban como pelota de fútbol, el mesero se acercó a tomar mi pedido, los miró dando vuelta la cabeza, me di cuenta que se trataba de mí y casi de inmediato los tuve encima, nos han dicho que vienes de la banana y que escribes, bueno, me interesa y comienzo, les respondí un poco timorato. De inmediato se presentaron como en el colegio, este es Isaac, éste Armando, éste Oscar, Félix, Mito, y luego comenzó la discusión en la que yo ya me había comprometido, me dijeron que se reunían de cinco a nueve de la noche porque luego se dedicaban a escribir y estudiar, quedamos en encontrarnos al día siguiente, cuando el reloj, el antiguo reloj de La Colmena, marcó la hora indicada nos despedimos, salí a la puerta para verlos partir y los vi caminando como muchachos que eran, que éramos, con euforia de quienes tienen la vida por delante, ahora de había sumado Juan Ramírez que me obsequió su libro Un par de vueltas por la realidad. En el tiempo que pasé me hicieron conocer algunos sitios importantes de la ciudad, nos reuníamos a leer nuestros trabajos, yo dejé lo que hasta entonces había publicado y ellos rellenaron mi maleta con sus libros, me interesó lo que hacían, dijeron que el más importante era Enrique y me dieron dos ejemplares de Los extramuros del mundo. Una noche de viernes fuimos a visitar bares donde cantaban los artistas nacionales, era algo especial, el restaurante cerraba sus puertas para cobrar la entrada y adentro se desataba el valse, la marinera y otras variedades de su música, así logré conocer a quienes eran reconocidos músicos nacionales. Cuando les dije que tenía que regresar a mi país porque trabajaba y estudiaba apresuraron la relación y me llevaron una noche al Chimú, un café donde paraba otro grupo de gente que escribía, allí estaban los otros, se saludaron a distancia, pero los otros me midieron de pie a cabeza, como preguntándose de quién se trataba, en eso el salonero se acercó y delicadamente sacó de su bolsillo la carta del menú, arrugada, sucia, apenas pude reconocer algunas letras pero Armando lo hizo por mí y me recomendó el ceviche, nos servimos y de veras estuvo exquisito. Esa noche al salir del bar me dijeron que si había traído algo inédito, les dije que sí y le entregué una copia a Armando me acompañaron al hotel. Al día siguiente estuvieron tocándome la puerta antes del medio día, habían leído el libro y les gustaba, me dijeron, y que no podía irme sin conocer a la Rosita Ríos, un restaurante que quedaba a vuelta del Puente de la Alameda, eso solo funcionaba desde el medio día hasta las tres de la tarde, entramos en un salón grande cubierto de cortinas de humo donde se escuchaba al fondo las voces de los cantantes algunas frescas otras con ese rico sabor de trasnoche, los platos llegaban sin que uno pidiera porque solo tenían asado y anticuchos, todos hablaban a gritos, nada se entendía, pero se estaba de acuerdo, era una celebración, se celebraba el hecho de estar vivo. De entre la humareda y la bulla salió una mujer alta y morena que cantaba como nadie, ella es Lucha Reyes, me dijo al oído Armando, los valses Tu voz, Pero regresa, se deslizaban desde su garganta para atravesar sus labios carnosos y penetrar esas barreras de tabaco y licor de guindas, cuando hizo una pausa los muchachos la trajeron a la mesa nos abrazamos, cantó pedazos de canciones (“está mi corazón llorando por tu amor tu pena/ y la horrible condena escrita por los dos”) eran canciones que las había escuchado antes pero ahora me llegaban, me asaltaban de manera especial, me recordaban algo o tal vez alguna imaginería, hacíamos coro y le repartíamos besos que la negra tomaba con agrado mostrando sus grandes dientes blancos y los devolvía sonoros, a nadie molestaba nuestra actitud, todos estábamos como se decía entonces conectados. La celebración llegó a su fin cuando imaginamos que recién comenzaba. La Rosita, una limeña de tez blanca, pelo negro cano y bastante robusta dijo que nos esperaba mañana a la misma hora, señalándonos un reloj de pared antiguo que marcaba las tres de la tarde. Nos despedimos derramando alegría y prometimos estar al día siguiente a la hora exacta, a la distancia agitábamos las manos a la gente que nos respondía y lanzábamos besos volados a la negra Lucha que los devolvía con una enorme sonrisa que mostraba sus macizos dientes blancos.
Al día siguiente se acabaron las vacaciones, Armando y otro cuyo nombre no recuerdo estuvieron temprano en el hotel para ayudarme con las maletas, salimos del hotel a la estación de expreso, habíamos repartido las cosas en tres maletas, dos eran regalos de ellos, y cada uno sacaba fuerzas de lo imposible para levantarlas, cuando llegamos a la estación parecíamos enanos por el peso que sosteníamos, los libros y los discos pesan, dijo Armando, y nos despedimos con un abrazo, me prometieron publicar algo de mis trabajos y yo les dije que publicaría un artículo de una página entera. Cuando me asomé por la ventana del expreso agité las manos con alegría y tristeza, algo se quedaba de mí y algo me traía de ellos.
A mi regreso lo primero que hice fue publicar una página entera de mis experiencias con los intelectuales jóvenes peruanos, analizando como elemento básico el libro de Verástegui En los extramuros del mundo. Los celebramos entre cartas que iban y venían, especialmente con Armando Arteaga, quien me comunicó que el movimiento Hora Zero que los agrupaba había decidido publicar un trabajo mío.
En París, diez años más tarde, conocí a un cientista social, Enrique Ballón, con quien entablé gran amistad, ya que compartíamos la profesión que yo había elegido, claro, él tenía mucha experiencia y yo trataba de aprovecharla Le conté de los escritores de Perú y me enteré que algunos había sido sus alumnos. Me apenó mucho su regreso a Lima, pero tengo muchos años afuera, me dijo, y una mañana nos despedimos, no quiso que fuera al aeropuerto para decirle adiós por esas cosas que pueden parecer folletinescas.
Cuando regresé al país -no sé si por equivocación- mi madre me entregó una revista llamada Auki, con una carta de Armando, donde se publicaba un trabajo mío. Habían pasado diez años de aquellas reuniones en La Colmena, las discusiones acaloradas, pero ahora las cuestiones de familia coparon mi tiempo y no tuve espacio para ahondar recuerdos.
Ahora que abro el internet, que la tecnología nos ha acercado en la comunicación aún cuando falta mayor desarrollo de la información que se encuentra, uno quiere buscar la obra de alguien y solo encuentra comentarios aunque en ciertas ocasiones con gran esfuerzo y ayuda de un experto se logra conseguir lo deseado. Buscando otras cosas dejé que mis dedos vayan a los nombres amigos y para mi sorpresa los encontré, se fueron apareciendo uno a uno como cuando se presentaron allá en el 70 en la Nicolás de Piérola: Armando Arteaga, pinta canas y tiene comentarios favorables, ha publicado algunos libros, es arquitecto, pasé a Abelardo Sánchez, también tiene página web, es sociólogo y se lo ve maduro, finalmente acudí a la página de Verástegui y sorprendió bastante el cambio que ha tenido el negro, ahora no exhibe la abundante cabellera de entonces, la cara algo ensanchada y está considerado entre los mejores poetas de los setenta, me quedé algunas horas proyectándome en el espejo de ellos, me pareció estar encerrado entre el ahora y el entonces, el tiempo me retrocedía velozmente y en ese espacio me sentía suspendido, intenté conectarme con Ballón, pero no fue posible, la página no se encuentra disponible me dijo el servidor, tenía unos deseos incontenibles de contarle el hallazgo, de proponerle encontrarnos en el café La Colmena de entonces, discutir acaloradamente lo que considerábamos nuestros puntos de vista, nuestras razones mientras nuestras melenas se sacudían al ritmo de valses y marineras y la negra reventaba ese vacío que se llevó con su voz, quería decirles que me estaba pudriendo acá, soportando golpes de estado o amenazas cada cierto tiempo. Encender el televisor y no tener otra opción que escuchar a los políticos ofreciendo cosas que nunca han pensado cumplir, castigando la lengua como si fuera su contendor, que estoy obligado a jugar al equilibrista para tolerarme, para poder terminar este trabajo, para no morir.